Cuando hablamos de la historia del descubrimiento y colonización de América generalmente hablamos de los cambios sociales, políticos y económicos, pero rara vez se habla de la alimentación, que fue el principal instrumento que permitió la colonización.
Los colonos encontraron en América tierras fértiles y con abundancia de cultivos de fríjoles, calabazas, chiles, pimientos, aguacates, saúco, guayabas, papaya, tomates, cacao, algodón, tabaco, maíz, yuca, entre otros. Aunque tenían plantaciones similares a los de su región, consideraban que tales alimentos eran de menor calidad e inadecuados para sustentarlos.
Cuando se dio la conquista, la dieta de los europeos consistía en pan, aceite de oliva, aceitunas, carne y vino, pero cuando se agotaron las provisiones empezaron a consumir los alimentos que se cultivaban en las américas. Sin embargo, el mismo Cristóbal Colón estaba convencido de que se estaban debilitando por falta de “alimentos europeos saludables” por lo que empezaron a desarrollar un discurso que establecía que los productos europeos eran de calidad superior a los alimentos indígenas que para ellos eran de menor calidad. Entonces, tenían miedo de que si consumían los productos de América se iban a volver como los indígenas o iban a perecer. Sobre todo porque pensaban que los alimentos eran los que les daban forma a sus cuerpos, es decir, les daban su constitución corporal.
De esta manera, para los europeos, la única forma de conservar la superioridad de sus cuerpos eran consumiendo los alimentos europeos adecuados que los protegían de los retos que les imponía el nuevo mundo. Luego, este discurso no solo les ayudaba a mantener su superioridad física, sino que les permitía la formación de identidad social.
Esta práctica la traían de España donde las personas que pertenecían a la élite podían consumir pan, carne y vino. Los pobres, en cambio debían comer cereales como cebada, avena, centeno y potajes de verduras. Incluso los vegetales se clasificaban según la escala social. Los tubérculos, por ejemplo, no eran tan consumidos por las clases altas ya que crecían bajo tierra. Entonces, solían comer alimentos provenientes de los árboles.
Esta identidad que se forjaba a través de la alimentación también provenía de la ideología impuesta por el rey Fernando V y la reina Isabel I quienes a través del alimento buscaban la reconquista de España y expulsar a los musulmanes y judías de su territorio. Por eso, los alimentos se convirtieron en un fuerte símbolo de la cultura española. De hecho, al tener prohibido el consumo de cerdo entre los musulmanes y judíos, este alimento empezó a tener una gran relevancia en los españoles para poder probar su pureza de sangre.
Entonces, cuando los españoles llegaron al Nuevo Mundo, buscaron imponer la división de clases también a través del alimento. Entonces, los españoles decretaron que los únicos que podían comer conejillo de indias eran los indios, al igual que los alimentos básicos como el maíz y los fríjoles. Consideraban que esos alimentos indígenas eran comidas de hambruna que solo podían ser consumidos cuando los “buenos alimentos” se hubieran agotado.
De hecho, la naturaleza simbólica de los alimentos llegó a tal punto que también podía observarse en la imposición de la religión. Para la eucaristía, el rito más sagrado de los católicos, se emplean hostias las cuales son hechas a base de trigo, pero como todavía no había llegado este cereal a América, preferían importarlo antes de desarrollar una hostia a base de maíz nativo porque creían que este producto era inferior y no podía convertirse en el cuerpo de Cristo. Si sucedía esto, se convertiría en una blasfemia.
Posteriormente, al ver que muchos alimentos importados se dañaban en el trayecto, la corona decretó que los colonos debían empezar a cosechar los productos europeos en estas tierras y fue así como empezaron a introducir nuevos cultivos y nuevas razas de animales de cría en el nuevo mundo. De esta forma, llegaron los primeros caballos, perros, cerdos, vacas, ovejas y cabras, que cambiaron la forma de vida los indígenas.
La consecuencia más devastadora de esta nueva industria fue que su extraordinaria expansión vino acompañada por un declive de las poblaciones indígenas. Gracias a su afán por producir los “buenos alimentos” para garantizar su supervivencia, los españoles destinaron grandes áreas de tierras para el pastoreo con menosprecio de los usos que dichas tierras tenían antes de su llegada.
Así se fue dando la aculturación alimentaria entre los pueblos indígenas con los europeos, por lo que los alimentos se convirtieron en más allá que productos. Son historia, identidad y poder.